domingo, 24 de enero de 2016
Patricio (o cómo el sistema escolar puede arruinar a un niño genio)
Fuimos compañeros de curso desde 5º a 8º básico y, para ser francos, no teníamos nada en común. Yo era un chico introvertido, alumno modelo, con excelentes notas salvo en matemáticas y adorado por los profesores, pasaba mi tiempo recluido en la sala durante los recreos, o en la biblioteca, escribiendo.
Patricio, por el contrario, solía reunirse con los matones del curso. No es que fuera corpulento, pero la actitud de rebeldía y enojo permanente le hacía el complemento perfecto del grupo. Además, tenía pésimas notas en todos los ramos, salvo en matemáticas.
Pero con el pasar de los años nos fuimos dando cuenta de que sí teníamos algunas cosas en común. Ninguno de los dos era atractivo. No es que fuéramos feos, pero estábamos en el umbral estético opuesto de lo que las chicas buscan durante la pubertad (bueno, la verdad sí, éramos bastante feos).
Por eso, cuando una indiscreción dejó al descubierto que Patricio estaba profundamente enamorado de la chica más bella del curso, fue el hazmerreír de toda la clase. Quienes habían sido sus víctimas ahora cobraban venganza. Yo no me reí. A mí también me gustaba.
Probablemente nuestras vidas escolares habrían corrido caminos paralelos de no haber sido por esa clase de técnicas manuales donde el profesor nos enseñó algo de electricidad. La tarea era soldar una pequeña estructura de alambre y conectarle algunos LED que emitieran luz mediante una pila.
Todos hicimos lo posible por construir algo decente, pero Patricio nos dejó boquiabiertos. Construyó una torre magnífica, de soldadura impecable, y no se conformó con uno sino que instaló series enteras de LEDs -incluyendo algunos intermitentes- que titilaban de forma sincronizada. Creo que fue la primera vez que vi que su libro de notas tuviera un 7.
- ¿Qué vas a hacer con esa torre? -le pregunté aún asombrado al terminar la clase.
- No sé -respondió con indiferencia- botarla, supongo.
- Te la compro.
Y así nació una curiosa amistad entre ambos, que me acarreó más que una estrafalaria lámpara para mi mesa de noche.
Pronto descubrí que no porque Patricio se juntara con los matones era uno de ellos. En realidad, quería pasar desapercibido entre su protección, usando su ingenio para satisfacer sus necesidades de diversión. Mucho antes de que las pistolas táser se pusieran de moda, Pato construyó una en base a un chispero y un conjunto de cables, de forma que si la acercabas a alguien le dabas un choque eléctrico. Se divirtió a mares hasta que se le ocurrió electrocutar a un profesor y lo suspendieron.
Entonces planificamos el arma perfecta: un tridente debidamente aislado que, aplicado con rapidez sobre los puntos débiles de la antigua red eléctrica del colegio, provocaba un chispazo que cortaba el suministro en todo el establecimiento. Nos turnamos para causar caos durante semanas, matándonos de risa viendo al Director llamar una y otra vez a la compañía de luz para revisar sin éxito cuál era el misterioso desperfecto. Un día nos confiamos demasiado, cometimos un desliz y nos descubrió uno de los inspectores. Nos suspendieron a ambos.
Para mí, era la primera vez que me suspendían en mi vida. Para Pato, era sólo una anotación más en su extenso prontuario. Y los profesores ya se estaban hartando.
Nunca supimos mucho de la familia de Patricio. Contrario a otros compañeros, sus padres jamás aparecían por el colegio. No le conocíamos hermanos. Ni siquiera estábamos seguros de dónde vivía.
Una vez, por mera casualidad, otro de mis compañeros y yo quedamos varados en Collao después de una actividad deportiva cancelada, sin dinero para regresar ni forma de comunicarnos para que fueran por nosotros, en una época pre celulares. Estábamos resignados a pasar la hora de almuerzo sentados en la vereda cuando escuchamos una voz familiar.
- ¿Qué hacen aquí?
Era Patricio. Le explicamos lo que había sucedido. El muchacho dudó un momento y luego nos dijo que lo siguiéramos a su casa. Vivía en una casa cercana, similar a todas las de su población, sin embargo bastó poner un pie en ella para percibir una sensación lúgubre que hasta hoy me acompaña.
A su encuentro, salió una pareja ancianos que nos miraron de pies a cabeza, examinándonos, contrariados por la repentina intromisión en su hogar.
- Papá, Mamá, ellos son compañeros. Se quedaron sin almuerzo y deben esperar algunas horas hasta que los vengan a buscar. ¿Pueden almorzar con nosotros?
No podía creer que aquellos dos veteranos fueran los padres de Patricio. No me cuadraba. Pero ciertamente no era ocasión de hacer preguntas.
Los viejos se miraron incómodos y emitieron un refunfuño más de resignación que de aprobación. Al menos comimos, en uno de los almuerzos más silenciosos e incómodos de mi vida. Durante los escuetos intercambios de palabras, me di cuenta de que los padres de Patricio eran muy hoscos con él. Le hablaban duramente, como si fuera un fastidio tener que cargar con su presencia, sumada ahora a la nuestra.
Terminada la comida y como aún teníamos tiempo, Patricio nos llevó a su habitación.
Allí, quedamos maravillados.
En lo que más parecía un taller, tenía repisas llenas de construcciones, circuitos, luces, aviones a escala, libros y herramientas electrónicas. En un escritorio, había un computador Commodore 64 -algo raro dada la predominancia de Atari- conectado a multitud de cables que nunca habíamos visto.
- ¿Qué hace esto? – no pude evitar preguntar.
Patricio sonrió y encendió el rudimentario equipo. Cargó un programa y nos dejó pasmados. En tiempos en que no existían kits de robótica ni internet para bajar software o manuales, él había confeccionado con bloques plásticos una mano automatizada, capaz de controlarla con el computador. Sí, apenas podía hacer un par de movimientos que le permitían tomar y desplazar cosas, pero él lo había hecho todo. De cero. De la nada.
Sólo entonces lo entendí. Patricio era un genio. De los de verdad. Uno de esos que el rígido sistema escolar no es capaz de comprender ni le interesa darles una oportunidad fuera de sus currículums estandarizados. Era increíble que nadie en todo el colegio se hubiera dado cuenta de sus capacidades.
De hecho, era sólo cuestión de tiempo para que aquella bomba explotara. Un día, harto como todos de que a algún sacerdote se le hubiera ocurrido la genial idea de “amenizar” nuestros recreos poniendo parlantes con música católica, Patricio cortó los cables que llevaban el sonido y lo conectó a un Walkman con el heavy metal más estridente que pudo encontrar, para nuestra delicia.
Pero aquel acto de vandalismo sería su última fechoría. Al día siguiente Patricio no llegó a clases. Luego supimos que, siguiendo el procedimiento estándar, la dirección había invitado cordialmente a sus padres a retirarlo del colegio para evitar una expulsión en sus papeles.
Nunca más volví a verlo. En mis últimos años de enseñanza media, me contaron que estaba estudiando en un liceo fiscal donde llegaba todo lo que “botó la ola” de los demás colegios. Que tras una fiesta en la casa de un amigo estaba tan ebrio, que quedó tirado detrás de una cortina, intoxicado, inconsciente.
Me encantaría saber qué fue de él, pero me niego a buscarlo. Temo averiguar que terminó aplastado por el sistema, en algún trabajo mediocre indigno de sus habilidades.
Por el contrario, me gusta pensar que logró escapar de todo. Que se fue del país y que su cerebro lo llevó hasta Silicon Valley, donde ahora trabaja o quizá incluso sea dueño de una empresa de vanguardia, recordando y riéndose de todos los idiotas que alguna vez lo miramos en menos sólo porque no supimos comprenderlo ni encausarlo.
Es mi propio cuento de hadas.
Fuente: BiobioChile
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