Al igual que ocurre con la
cuestión de los límites, la frustración infantil es
controvertida y muchas veces interpretada erróneamente por padres y educadores.
Es común escuchar frases del
tipo “es importante que los niños se frustren” “este niño no tolera la
frustración porque está malcriado”.. y también, en el otro lado, “no hay que
frustrar a los niños”.
Los seres humanos tenemos el
defecto de hablar “de oídas” y repetir frases hechas sin profundizar demasiado
en lo que significan. Aunque no nos
culpo: la frustración es un concepto complejo y su función en el desarrollo
infantil es difícil de entender y delimitar.
La
frustración es la emoción que se deriva de la no consecución de los propios
deseos o la no satisfacción de las necesidades. Es una emoción que se vive como
negativa, mezcla de rabia, tristeza e impotencia, complicada de resolver para
los niños, que suelen estallar en llanto y pataleta cuando no pueden integrar
estos límites adecuadamente.
Es un “no
conformarse” y desde mi punto de vista, cumple la doble función de servir como
límite (temporal o definitivamente) y de
estimular, al mismo tiempo, determinados procesos de pensamiento cuya finalidad
es acomodarse (que no resignarse) a esas dificultades específicas, generando
diferentes respuestas más o menos adaptativas (por ejemplo, esperar para
intentarlo más adelante, o intentarlo de otra manera, o cambiar el objeto de
deseo por otro parecido que sí pueda conseguirse).
Es, además, el
resultado de la interacción del niño con un “otro” (siendo ese otro un
objeto,
un contexto o una persona… e incluso con un “yo mismo en un desempeño
previo”),
de modo que es un vehículo cargado de valiosa información tanto de los
deseos y
necesidades del niño como de su posibilidad de realización en el mundo
real. Cumple, además, la función de darle "cuerpo" a esos deseos y esas
necesidades, de hacerlos conscientes, de posibilitar que sean
aprehendidos, pensados y operativizados de forma concreta.
La frustración sería, por tanto,
la emoción que se deriva del intercambio
entre la subjetividad del niño y la realidad: la transacción entre el deseo y su posibilidad de realización.
Inherente a
la vida y al desarrollo, siempre que haya un movimiento, un avance…
habrá frustraciones aquí y allá, que enmarquen dicho avance en un determinado
cauce.
Así, desde el momento mismo del
nacimiento, los bebés tienen acceso a la frustración a través de sus
necesidades básicas insatisfechas. A medida que su cuerpo crece y va llenándose
de posibilidades (arrastrase, agarrar), el pequeño tiene como regulador
principal de sus acciones esa frustración (el no llegar, etc..). Y como he
dicho antes, ese límite es a la vez información y estímulo para seguir
adelante.
En estos primeros años, las
frustraciones naturales tienen que ver fundamentalmente con el entorno físico,
y son por sí mismas suficientes como para ir configurando los niveles de
tolerancia del pequeño a la misma.
No es necesario, pues, añadir
frustraciones de ninguna clase: emocionales (que aprenda a estar solo, etc..),
por ejemplo.
Más adelante, y cuando las
barreras físicas ya no son casi un impedimento,
la frustración aparece en el marco de la relación con los demás de una
forma muy marcada: el propio proceso de convivencia y socialización inauguran
para el pequeño un sinfín de posibilidades, acompañadas de un sinfín de
frustraciones.
En estos años las
frustraciones se enmarcan, de forma natural, en el mundo de los afectos y las
relaciones con los demás.
Lo que quiero explicar con
todo esto es que no es necesario darle al niño frustraciones “gratuitas” o
artificiales. La propia vida y su interacción con los demás, van a proveerle de
estas experiencias frustrantes de forma continuada y adecuada a su momento de
desarrollo; un exceso de experiencias frustrantes mina la propia estima y
sobrecarga emocionalmente al pequeño, que incapaz de metabolizar esas emociones
se sentirá superado por la angustia.
Pero así como no es necesaria
su gratuidad, la frustración tampoco debería ser evitada a toda costa: proteger
a nuestros hijos de la propia vida les impide el acceso a ese estímulo, ese
afán de superación del que os he hablado y, además, les niega una parcela de
información (la de la realidad) totalmente necesaria para que se hagan una idea
del mundo adecuada.
Así, la frustración que ayuda
a crecer es aquella que le permite al niño experimentar el límite pero, al
mismo tiempo, poner en marcha sus recursos internos para seguir luchando por
aquello que desea o necesita de la forma más adecuada.
Violeta Alcocer
Fuente: Atraviesa el espejo
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