Cuenta Natalia Ginzburg, en uno de sus libros, que deberíamos enseñar a
nuestros hijos las grandes virtudes en vez de las pequeñas.
“No el
ahorro sino la generosidad y la indiferencia ante el dinero;
no la
prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro;
no la astucia,
sino la franqueza y el amor por la verdad;
no la diplomacia, sino el
amor al prójimo y la abnegación;
no el deseo de éxito, sino el deseo de
ser y de saber”.
Para ello no debemos imitar los valores de nuestros
padres.
Nuestros padres no necesitaban ser prudentes ni temerosos pues
tenían el poder. Nosotros no lo tenemos, y es bueno que nos mostremos a
nuestros hijos como lo que somos, imperfectos y melancólicos.
Somos para ellos un
punto de partida, pero su vida tiene que desarrollarse a su aire, para
que puedan encontrar su propia vocación, es decir una pasión ardiente
por hacer algo que no tenga que ver con el dinero, él éxito o el poder.
Ellos no nos pertenecen, pero nosotros sí les pertenecemos a ellos, y
eso es bueno que lo sepan para que puedan buscarnos en el cuarto de al
lado cuando nos necesiten.
Lo demás suele venir por sí solo, pues “el
amor a la vida genera amor a la vida”.