Patricio era lo que podríamos considerar un emblema de los
“niños problema”.
Fuimos compañeros de curso desde 5º a 8º básico y, para ser francos,
no teníamos nada en común. Yo era un chico introvertido, alumno modelo,
con excelentes notas salvo en matemáticas y adorado por los profesores,
pasaba mi tiempo recluido en la sala durante los recreos, o en la
biblioteca, escribiendo.
Patricio, por el contrario, solía reunirse con los matones del curso.
No es que fuera corpulento, pero la actitud de rebeldía y enojo
permanente le hacía el complemento perfecto del grupo. Además, tenía
pésimas notas en todos los ramos, salvo en matemáticas.
Pero con el pasar de los años nos fuimos dando cuenta de que sí
teníamos algunas cosas en común. Ninguno de los dos era atractivo. No es
que fuéramos feos, pero estábamos en el umbral estético opuesto de lo
que las chicas buscan durante la pubertad (bueno, la verdad sí, éramos
bastante feos).
Por eso, cuando una indiscreción dejó al descubierto que Patricio
estaba profundamente enamorado de la chica más bella del curso, fue el
hazmerreír de toda la clase. Quienes habían sido sus víctimas ahora
cobraban venganza. Yo no me reí. A mí también me gustaba.
Probablemente nuestras vidas escolares habrían corrido caminos
paralelos de no haber sido por esa clase de técnicas manuales donde el
profesor nos enseñó algo de electricidad. La tarea era soldar una
pequeña estructura de alambre y conectarle algunos LED que emitieran luz
mediante una pila.
Todos hicimos lo posible por construir algo decente, pero Patricio
nos dejó boquiabiertos. Construyó una torre magnífica, de soldadura
impecable, y no se conformó con uno sino que instaló series enteras de
LEDs -incluyendo algunos intermitentes- que titilaban de forma
sincronizada. Creo que fue la primera vez que vi que su libro de notas
tuviera un 7.
- ¿Qué vas a hacer con esa torre? -le pregunté aún asombrado al terminar la clase.
- No sé -respondió con indiferencia- botarla, supongo.
-
Te la compro.
Y así nació una curiosa amistad entre ambos, que me acarreó más que una estrafalaria lámpara para mi mesa de noche.
Pronto descubrí que no porque Patricio se juntara con los matones era
uno de ellos. En realidad, quería pasar desapercibido entre su
protección, usando su ingenio para satisfacer sus necesidades de
diversión. Mucho antes de que las pistolas táser se pusieran de moda,
Pato construyó una en base a un chispero y un conjunto de cables, de
forma que si la acercabas a alguien le dabas un choque eléctrico. Se
divirtió a mares hasta que se le ocurrió electrocutar a un profesor y lo
suspendieron.
Entonces planificamos el arma perfecta: un tridente debidamente
aislado que, aplicado con rapidez sobre los puntos débiles de la antigua
red eléctrica del colegio, provocaba un chispazo que cortaba el
suministro en todo el establecimiento. Nos turnamos para causar caos
durante semanas, matándonos de risa viendo al Director llamar una y otra
vez a la compañía de luz para revisar sin éxito cuál era el misterioso
desperfecto. Un día nos confiamos demasiado, cometimos un desliz y nos
descubrió uno de los inspectores. Nos suspendieron a ambos.
Para mí, era la primera vez que me suspendían en mi vida. Para Pato,
era sólo una anotación más en su extenso prontuario. Y los profesores ya
se estaban hartando.
Nunca supimos mucho de la familia de Patricio. Contrario a otros
compañeros, sus padres jamás aparecían por el colegio. No le conocíamos
hermanos. Ni siquiera estábamos seguros de dónde vivía.
Una vez, por mera casualidad, otro de mis compañeros y yo quedamos
varados en Collao después de una actividad deportiva cancelada, sin
dinero para regresar ni forma de comunicarnos para que fueran por
nosotros, en una época pre celulares. Estábamos resignados a pasar la
hora de almuerzo sentados en la vereda cuando escuchamos una voz
familiar.
- ¿Qué hacen aquí?
Era Patricio. Le explicamos lo que había sucedido. El muchacho dudó
un momento y luego nos dijo que lo siguiéramos a su casa. Vivía en una
casa cercana, similar a todas las de su población, sin embargo bastó
poner un pie en ella para percibir una sensación lúgubre que hasta hoy
me acompaña.
A su encuentro, salió una pareja ancianos que nos miraron de pies a
cabeza, examinándonos, contrariados por la repentina intromisión en su
hogar.
- Papá, Mamá, ellos son compañeros. Se quedaron sin almuerzo y deben
esperar algunas horas hasta que los vengan a buscar. ¿Pueden almorzar
con nosotros?
No podía creer que aquellos dos veteranos fueran los padres de
Patricio. No me cuadraba. Pero ciertamente no era ocasión de hacer
preguntas.
Los viejos se miraron incómodos y emitieron un refunfuño más de
resignación que de aprobación. Al menos comimos, en uno de los almuerzos
más silenciosos e incómodos de mi vida. Durante los escuetos
intercambios de palabras, me di cuenta de que los padres de Patricio
eran muy hoscos con él. Le hablaban duramente, como si fuera un fastidio
tener que cargar con su presencia, sumada ahora a la nuestra.
Terminada la comida y como aún teníamos tiempo, Patricio nos llevó a su habitación.
Allí, quedamos maravillados.
En lo que más parecía un taller, tenía repisas llenas de
construcciones, circuitos, luces, aviones a escala, libros y
herramientas electrónicas. En un escritorio, había un computador
Commodore 64 -algo raro dada la predominancia de Atari- conectado a multitud de cables que nunca habíamos visto.
- ¿Qué hace esto? – no pude evitar preguntar.
Patricio sonrió y encendió el rudimentario equipo. Cargó un programa y
nos dejó pasmados. En tiempos en que no existían kits de robótica ni
internet para bajar software o manuales, él había
confeccionado con bloques plásticos una mano automatizada,
capaz de controlarla con el computador. Sí, apenas podía hacer un par
de movimientos que le permitían tomar y desplazar cosas, pero él lo
había hecho todo. De cero. De la nada.
Sólo entonces lo entendí.
Patricio era un genio. De
los de verdad. Uno de esos que el rígido sistema escolar no es capaz de
comprender ni le interesa darles una oportunidad fuera de sus
currículums estandarizados. Era increíble que nadie en todo el colegio
se hubiera dado cuenta de sus capacidades.
De hecho, era sólo cuestión de tiempo para que aquella bomba
explotara. Un día, harto como todos de que a algún sacerdote se le
hubiera ocurrido la genial idea de “amenizar” nuestros recreos poniendo
parlantes con música católica, Patricio cortó los cables que llevaban el
sonido y lo conectó a un
Walkman con el
heavy metal más estridente que pudo encontrar, para nuestra delicia.
Pero aquel acto de vandalismo sería su última fechoría. Al día
siguiente Patricio no llegó a clases. Luego supimos que, siguiendo el
procedimiento estándar, la dirección había invitado cordialmente a sus
padres a retirarlo del colegio para evitar una expulsión en sus papeles.
Nunca más volví a verlo. En mis últimos años de
enseñanza media, me contaron que estaba estudiando en un liceo fiscal
donde llegaba todo lo que “botó la ola” de los demás colegios. Que tras
una fiesta en la casa de un amigo estaba tan ebrio, que quedó tirado
detrás de una cortina, intoxicado, inconsciente.
Me encantaría saber qué fue de él, pero me niego a buscarlo. Temo
averiguar que terminó aplastado por el sistema, en algún trabajo
mediocre indigno de sus habilidades.
Por el contrario, me gusta pensar que logró escapar de todo. Que se fue del país y que su cerebro lo llevó hasta
Silicon Valley,
donde ahora trabaja o quizá incluso sea dueño de una empresa de
vanguardia, recordando y riéndose de todos los idiotas que alguna vez lo
miramos en menos sólo porque no supimos comprenderlo ni encausarlo.
Es mi propio cuento de hadas.
Fuente:
BiobioChile